lunes, 25 de noviembre de 2013

Hospital

Y así, como cuando me preguntaron mi nombre y me fui desvaneciendo antes de terminar de responderlo, en esa camilla dura e impropia de quirófano de hospital público, me sentí en ese momento: expuesta, semi desnuda, inmovilizada por la angustia entre tantas personas que me daban la espalda y se preparaban para la ocasión, y con un respirador firme e inmóvil, dándome de ese aire que no quería respirar, pero debía.
Exactamente así.

Me aferré con mis brazos a mi propio cuerpo, lo único que tenía en ese instante y que no se estaba yendo por los aires, contando internamente los segundos que faltaban para volver a abrir los ojos; necesitaba despertar y que todo se aclare, para recibir esas respuestas que caerían del cielo como resoluciones listas para aplicar, y fue exactamente lo que no sucedió, como todos ya imaginan.
¿Qué sentido tiene creer que unas cuantas horas de sueño podrían revelarme algún secreto para tratar la melancolía que se vendría, o aun peor, irían a cambiar los acontecimientos que ya pasaron?
De todas maneras me mantuve expectante, ya no había truco bajo la manga y la realidad se me estaba impregnando en cada célula de mi sangre... si no dormía entre esas pesadillas anunciadas, moriría en vida deambulando una y otra vez por los instantes que, según mi versión de la catástrofe, arruinó mi vida.

La cuestión es que desperté en una cama, un poco más blanda que aquella del Posadas, sintiendo un gusto aún más amargo que la anestesia suministrada amablemente por vía respiratoria, y con un vacío bastante más pronunciado que aquel que casi no podía sentir. Paradójicamente, esta vez no me habían sacado nada tangible del cuerpo, sólo se trataba de la mitad de mi alma y un buen pedazo de mi sensibilidad.

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